Lo que más me cuesta fotografiar son las personas.
Aunque tenga la luz perfecta, el sujeto justo y las condiciones ideales, un retrato es siempre una relación humana, efímera pero humana, y por lo tanto depende muchísimo, me atrevería a decir casi exclusivamente, del estado anímico de las personas implicadas, en primer lugar del fotógrafo.
Normalmente intento cultivar un poco el diálogo y la socialización si quiero obtener una buena imagen. Esto implica tiempo, a veces mucho, para ganarse la confianza y la aprobación de un niño, de una mujer, de un anciano o de un grupo.
Momentos en los cuales no se dispara, donde la máquina fotográfica es tanto sólo un complemento, donde las miradas y las sonrisas son la mejor herramienta para capturar un instante especial, para establecer un vínculo, para descubrir quién tenemos enfrente. Yo tengo la necesidad de saber algo de mi interlocutor, y esto no lo puedo obtener con un teleobjetivo.
Algunas opiniones defienden que con distancias focales largas no se molesta al sujeto y de este modo no se contaminan sus reacciones, su naturalidad… pero ¿cómo se puede saber cómo es una persona si no se conoce? Un vendedor sonriente ¿lo es siempre o sólo por obligación? Un rostro serio ¿lo es siempre o sólo por desconfianza?
Otras opiniones animan a ser discreto para capturar los instantes y traer a casa la imagen sin ser visto. Personalmente considero que esto es robar, es tomar sin consentimiento. Y no me refiero a una escena general llena de elementos, sino a fotografías realizadas cuando es patente (y manifiesto) el rechazo del sujeto.
En esta época de conexiones fáciles e inmediatas parece que todo se pueda obtener sin esfuerzo, que cualquier cosa colgada en la red se pueda utilizar sin permiso y, por extensión, que el mundo esté completamente a disposición y todos tengan el derecho de poder disparar sin criterio.
El fotógrafo, precisamente por el hecho de ser un observador privilegiado, no tendría que perder nunca el respeto por el mundo que lo rodea y recordar que una imagen, por muy buena que sea, es solo una fotografía y que, en ningún caso, compensa el llanto de un niño y o la carencia de respeto hacia un ser humano que, por los motivos que sean, quiere restar fuera del archivo, personal o público, de un desconocido.
Yo he aprendido a mirar dentro de los ojos de la gente gracias a una fotógrafa y, sobre todo, persona extraordinaria, Montse Argerich, y con su influencia y enseñanza he conseguido acercarme mucho más a los sujetos, hasta el punto de realizar los retratos con un objetivo gran angular.
El fruto de esta elección ha provocado, sí, un resultado visual especial pero, antes que nada, una experiencia vital mucho más intensa y enriquecedora. Ha provocado una complicidad única con el mundo y un recuerdo que va mucho más allá de la sencilla instantánea.
Porque un fotógrafo, si quiere, puede ser algo más de un simple espectador pasivo del entorno. Puede ser, si se ve capaz, el puente entre una tecnología fría y calculadora y un universo hecho de piel, latidos y emociones.
- Tags: fotografía de viajes